3.2.11

Recuerdos a la deriva I

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El recorrido comienza sin previo aviso. Nadie pide permiso a nadie.

La rueda gira. Probablemente estemos en abril o mayo del año 2006. La rueda gira y ahora estamos en febrero de 2011. El calendario indica 02.

He venido solo y me he sentado encima y está girando. La rueda está girando.

Hemos venido aquí porque tenía algo importante que decir. Se supone que por eso estamos aquí.
Tu expectación no necesita palabras para expresarse. Yo dudo. Probablemente tú también dudas.
Si quieres que hable inmediatamente no lo manifiestas pero tus ojos, como linternas encendidas, me apuntan y se afanan en disipar mi oscuridad. Mis dudas crecen. Nos movemos.

La rueda permanece quieta. Estamos en abril o mayo del año 2006. La gente camina a nuestro alrededor. Nosotros no caminamos, nos sentamos. Nos sentamos sobre la rueda. La rueda permanece quieta. No girará hasta unos años después, por primera vez. Y hasta casi cinco años después, por vez última -desde el punto de vista del Momento Presente-.

He venido solo y me he sentado encima y está girando. La rueda está girando. El calendario marca 02 de Febrero del año 2011. Me pregunto qué hubiera pasado si te hubiese contado la verdad. Miedo a amar sin miedo. Me pregunto hasta qué punto hubiera condicionado todo lo que ocurrió después.

Algunos dicen que has muerto. Otros dicen que sólo quieres lo mejor para todos nosotros.
Espíritu del desierto, espíritu de la vela veloz y el fuego eterno, espíritu de las dunas, espíritu del Mediterráneo, espíritu de la media locura -que con media locura más se completaba hasta derretir todo límite-, espíritu de la vida y la muerte, de la fertilidad y la destrucción: el punto donde Freja y Khali se encuentran y funden.

Año 2006. La rueda permanece quieta. Estamos aquí porque yo tenía algo que decir. Nos sentamos sobre la rueda, que todavía no se mueve aunque lo hará. Algún día, en cualquier momento, lo hará. Nos sentamos sobre la rueda y no digo nada. No digo nada relacionado con lo que he venido a decir. Ignoro el asunto y ya no sólo no cierro la puerta, paso a través de ella y así hasta la cocina. Y la cocina arde, y yo grito. Una marca en el techo, una obra de arte dice alguien, recuerdos de humo negro, recuerdos del aceite hirviendo, recuerdos que a principios de 2010 nadie ha borrado aún pero de los que no queda nada a finales del mismo año. Una duda, revelada antes o después pero, en cualquier caso, tarde. Una duda que, de unos 1577880 minutos aproximados de duración, aparentemente, y como suele ocurrir en estos casos -cuando la dimensión a través de la cual nos trasladamos no figura entre una de las tres "espaciales"-, se materializa de manera irreversible.

No me busques, encuéntrame.

Me levanto. La rueda deja de girar. Camino.

Paso junto al enclave francmasónico y unos pasos más tarde un letrero evoca en mí el Edén. Ya lo he vivido, pienso, y aunque no sigo allí tampoco he salido indemne: quedan en mí resquicios de paraíso.

Tras los calabozos gritones y justo antes del pasaje de la Boda Galaica, encuentro a la Última Higuera con la que entablo una conversación insatisfactoria -no puedo distinguir sus palabras en el ruido mental que me sobrecoge-.
Introduzco el dedo índice en la entrada cuadrangular a sus pies y la tierra, blanda y húmeda, se abre a mis preguntas. Por lo menos ya tengo una guía; continúo andando.

Los verdaderos opuestos se complementan, dicen los Hechos.

2006 y 2011 se devoran entre sí mientras yo me hundo en la masa informe de sus cadáveres y ni siquiera sé a ciencia cierta cuándo hará aparición el Fénix.

A cada posibilidad la atraviesa un contexto y a cada contexto, a su vez, lo atraviesan infinitas posibilidades.

Vago de hogar en hogar sin abandonar completamente el anterior ni abrazar del todo el nuevo, por si acaso. Me cercioro de cada paso justo antes de darlo sólo para evitar que el suelo ceda y la tierra me trague con él.
Describo cada evento como único simplemente porque no tiene ningún sentido fuera del marco que lo encuadra.

Índice me hace dar vueltas por lugares de sobra conocidos donde no percibo nada especial en particular y finalmente le pregunto dónde está. Dónde está lo que busco. Sigo con la mirada la dirección que señala y sonrío divertido. Todo objetivo se desvanece. Ni siquiera dejo de caminar, pero lo hago tranquilo: ya sé de antemano que no hay sitio al que llegar. No hay lugar a donde ir.

Cubro la distancia entre Centro y Viejo Mundo y al acercarme aminoro la marcha: pase lo que pase, que no ocurra gracias a mí.

Llegaré al portal, subiré en el ascensor -donde dejaré un par de interrogantes-, llamaré al timbre, esperaré en el vacío y lanzaré un beso al aire.
Y no contestará nadie.
Bajaré de nuevo, me dirigiré a la parada del autobús, esperaré recordando que "si te aburres es porque no estás prestando atención", lo que me llevará a fijarme en cada detalle -desde las conversaciones de cada pequeño grupo de personas a las ruedas en movimiento de los vehículos a motor o el camino por el cual he llegado ahí-, cogeré el autobús y aterrizaré cerca de donde tengo la cama y muchos demonios.

Sonrío. Casi lloran mis ojos pero nadie da la orden.
Misión cumplida: la deriva ha terminado y he honrado al templo.

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