Entre mis sentidos y el mundo han ido creciendo monstruos.
Si lo han hecho de repente, o si llevan ya largo tiempo allí, no lo sé. No puedo afirmar nada con seguridad. Pero diría que, de haber estado ahí siempre, no se los vio nunca tan grotescos ni bien alimentados.
Y si acaso fueran nuevos, se habrían presentado como de improviso, de la noche a la mañana, sin tiempo para preparativos ni bienvenidas, ni de las afectuosas ni de ningún otro tipo.
Atraídos por el plasma ardiente de las cordilleras psíquicas y los vértigos, de los choques frontales entre vehículos introspectivos y naves espaciales de genética arquitectura encadenada, reactivo que potencia a cada instante todo sueño y pesadilla, llegaron para quedarse.
Entidades que me definen, no han venido a atormentarme.
No llevan piel de verdugos ni de torturadores. No acuden a mi vida para hacérmela difícil o martirizarme.
Soy yo quien, aterrorizado por su brusca aparición, las rechaza sin miramientos, con desprecio o rehuyéndolos, provocando esa suerte de despecho del amigo que, en nuestros peores momentos, insiste en decirnos aquello que necesitamos oír pero que no queremos escuchar.
¡Qué poco agradecimiento mostraremos entonces, aunque admitamos con las horas y los años lo sensato en las palabras del amigo y lo irreflexivo en nuestros actos!
Lo mismo con mis monstruos. Llegaré a fingir que no los conozco de nada, y si acaso fueran advertidos por terceros, una mano sostendría esa máscara de cordura que se me resbala mientras la otra los señala con el dedo y exclama: ¿Yo y éstos? ¡Nada que ver!
Un núcleo sólido, ¿verdad? ¡Eso espera de ti el grupo! De ti, de todos.
No quieren que pintes nada pero si vas a pintar, ¡no te salgas del lienzo!
Hablan las voces y las callo como puedo, tarea ardua de martillo, serpientes agitándose en un cofre muy pequeño, de paredes que a estas alturas comienzan a ceder.
Consignas tales que horrorizan a mis semejantes, ¿cómo compatibilizar poesía infernal de abisal retórica con esas expectativas vuestras?
Esos, mis demonios, mercuriales pero luminosos, en absoluto acomplejados por el inquietante empeño que yo y quienes me rodean ponemos en su destierro -no se los llamó ni trajo de lejos-, criaturas de la noche pero también crepusculares y, desde luego, compañeros a diario en el detalle y la inmensidad, ramas múltiples flexibles de árbol mutante, ocho flechas apuntando al infinito desde el vacío, creativo e informe Ginnungagap, cuna de gigantes.
Me atraviesan y rodean, me protegen y entrenan, espabilan y estimulan; amor me profesan incondicional e incuestionable: para ellos soy hermano, y también progenitor.
¡Los vi nacer! Cohesionados pero alerta, dispuestos de precisas fisuras no ordinarias, aficionados a la desintegración, fundiéndose más tarde; neonatos a la vez que ancianos, de madrugada y al atardecer.
Correosos barbilampiños, envueltos en gruesas capas de flujo bartholino, sufriendo de pubertad continua que les crece la barba y les cambia la voz. Jugando a ser adultos -como todos los infantes- se cansan antes que nadie, ¡poco se toman enserio!
Se derrumban torres y con ellas caen imperios, certezas organizadas bajo un plan no tan perfecto, reflejando la debilidad del dogma y su carmín casual, frívolo, que abren camino a la total aceptación. Reminiscencias de orgullo del castillo de arena -llámalo ego, personalidad-, volverán, y aquí estará, para hacerles frente, mi ejército cálido maldito de mandalas con dientes, geométricos como una vida sin relojes.
Alegres, saltarines, chisporrotean los míos corrosivos: a su paso dejan rastro de cáscaras de huevo.
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