El difícil y largo camino del Juez
Todos a lo largo de nuestra vida juzgamos. Juzgamos situaciones, acontecimientos. Juzgamos a otras personas. Juzgamos lo dicho y también lo hecho. Y, algunos más y otros menos, nos juzgamos a nosotros mismos. En nuestro interior todos llevamos un pequeño juez. Sin embargo, pareciera que dicho juez está irremediablemente abocado a la parcialidad. A interpretar la realidad de una manera completamente sesgada; vemos la paja en el ojo ajeno y justificamos de paso todo aquello que pensamos o llevamos a cabo. Lo que el refranero popular ilustraría con las célebres frases "haz lo que yo diga pero no lo que yo haga" o "donde dije digo ahora digo Diego". Nuestro juez suele, con excepciones, celebrar las decisiones que tomamos en detrimento de aquello que rechazamos y nos compara, positivamente, con los demás. Por regla general, nosotros llevamos razón y los otros se equivocan.
Y, montados en este barco que hace aguas por todas partes, nos dejamos llevar en el inmenso océano de la vida, haciendo de la inconsciencia una virtud y de la hipocresía una bandera. Pero, ¿y cómo evitarlo?
Existen, efectivamente, numerosas limitaciones de toda índole que nos impiden analizar con verdadera objetividad los hechos, las personas y las circunstancias, muchas de las cuales aparentemente no podemos desprendernos. Como presos de una maldición, tomar consciencia de ella no la hará desaparecer. Hay, sin embargo, un método que propongo: atreverse a desenmascarar cada una de estas limitaciones para descubrir de cuáles podemos prescindir y de cuáles no.
Por ejemplo, no hay manera de luchar contra el hecho de que cada individuo experimenta la realidad de un modo distinto, configurado no sólo de forma biológica, sino social, cultural y experiencial, lo que nos hace únicos e irrepetibles. Desde este punto de vista, alcanzar la verdad se nos hace imposible: vemos que no hay una sola verdad, sino muchísimas. Una por cada cabeza pensante, al menos.
Esto podría desanimarnos: habiendo una verdad por cada individuo, no existe ninguna común a todos. Pero no demos por sentado nada todavía. ¿Acaso, los que pensamos, estamos a salvo de la mentira? En la medida en que usamos nuestro juicio para justificarnos frente a los demás, nos incapacitamos para hallar no sólo la verdad, sino nuestra verdad. A modo de orejeras, como el jinete con el caballo, nos inducimos a seguir siempre hacia delante, sin duda posible. Recurriendo al auto-engaño, nos convertimos en víctimas de nuestra propia auto-complacencia: preferimos echar balones fuera a enfrentar nuestras propias contradicciones.
¿Qué clase de jueces estamos fomentando de este modo? ¿A qué puede conducirnos este camino?
Una respuesta rápida que anule todo conato de disonancia cognitiva, y evite la molestia de confrontarnos con la incoherencia, tal vez nos deje satisfechos pero no nos beneficiará en absoluto.
Si alguien nos causara un inmediato rechazo, siguiendo la idea de que aquello que odiamos puede encontrarse ante todo en nosotros mismos, debiéramos al menos preguntarnos: ¿en qué medida me comporto tal y como lo hace este individuo que tanto me molesta? ¿Qué parte hay de él o ella en mí? ¿Por qué rechazo estas actitudes? ¿De qué no me gustaría que me acusasen? ¿A quién no me gustaría parecerme? ¿Por qué?
Llegado el caso, no obstante, de que alguien nos cause algún tipo de perjuicio directo o indirecto y ante la opción de ignorarlo y hacer como si nada, recomiendo valorar la importancia de esta persona en nuestras vidas. Si se trata de alguien relevante, como un familiar o un amigo, ¿no deberíamos comentarle cómo nos sentimos? ¿No habríamos de sincerarnos y tratar de hacer ver por qué lo que ha pasado nos duele o molesta? ¿Acaso dudamos de nuestra capacidad para intervenir en la realidad y modificarla? ¿Acaso nos basta con alejarnos de esta persona a quien, quizá, nadie ha explicado jamás lo desagradable de su comportamiento? Nadie puede negarnos lo cómodo que se está cuando uno simplemente pasa de todo lo que le cause esfuerzo, ¡pero no llamaría yo a esto vivir sino vegetar!
Si alguien me traiciona, y yo no me quejo, estoy acostumbrando a esta persona a traicionar a otras. Con mi aquiescencia, le permito creer que puede actuar de esta manera sin esperar represalias de ningún tipo por lo que, probablemente, siga haciéndolo durante su vida. Del mismo modo, si yo traiciono conscientemente a alguien, me hago a mí mismo indigno de toda confianza por parte de los demás, quiera yo admitirlo o no.
Si alguien me invita a algún evento y rápidamente me excuso para no sólo no asistir sino además evitar tener que decir por qué no me interesa acudir, ¿qué estoy diciendo de mí? Y si quien nos invita se considera, además, amigo nuestro, ¿por qué no sencillamente decir la verdad? Si no nos gusta, si no nos apetece, si no queremos participar en algo, ¿qué nos cuesta expresarlo? ¿Tan fácil nos resulta mentir? ¿Tan jodida la honestidad?
Todos tenemos la responsabilidad de dejar de representar el mundo que detestamos y comenzar a fomentar a nuestro alrededor el mundo en que nos gustaría vivir. ¿Cómo podemos calificar de indeseable a nuestra sociedad y seguir reproduciendo, a pequeña escala, los mismos comportamientos que criticamos en los demás? ¿Acaso dejan de parecernos perniciosos cuando los llevamos a cabo personalmente?
Quien nos critica con fundamento nos hace un favor: si no está en lo cierto siempre podremos refutar sus argumentos y si, por el contrario, da en el clavo, nos ofrece la posibilidad de admitir nuestros errores y mejorar en pos de acercarnos un poco más a aquello que nos gustaría ver a nuestro alrededor, a aquello que valoramos en otras personas, a nuestros ideales.
Como expresa Herman Hesse en su obra Demian, sólo hay un deber y un destino: que cada cual llegue a ser completamente él mismo, que viva entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él o ella activa que el destino incierto le encontrase preparado para todo, trajera lo que trajera.
Porque, de hecho, además de un juez, todos llevamos dentro una esencia, un núcleo. De nosotros depende encontrarlo. Y no conociendo qué hay en nosotros de "natural" y qué de "artificial", ¿no podríamos pensar que hacer lo que nos venga en gana, lo que nos apetece en cada momento, irreflexivamente, podría oponerse tanto a nuestra voluntad como lo hacen las instituciones o los gobiernos? Quizá, de hecho, sea de esta forma como mejor nos cohiben y nos reprimen, atacándonos desde dentro, diciéndonos cómo tenemos que sentirnos, convenciéndonos de cómo debemos solucionar nuestros problemas.
Cuando la propaganda de nuestra sociedad dice A, la mayor parte de la población repite A y casi toda la minoría disidente se limita a cacarear B. Depende más de si me identifico o no con la gente que me rodea, que de qué opción considero mejor realmente. Todo tiene más sentido cuando hay un grupo detrás para darme la razón y apoyar mi decisión, sea cual sea ésta. Lo prohibido mola, me guste o no. El día en que ilegalicen beber gasolina a morro de la garrafa, allí me tendréis en el hospital con las tripas negras y burbujeantes.
¿Cuánto vamos a esperar para independizar nuestra conciencia? ¿Hasta cuándo vamos a permanecer girando en órbitas ajenas, que no nos corresponden, o directamente estancados e inmóviles? ¿Por qué diferenciar entre lo que queremos para nosotros y lo que queremos para quienes nos rodean?
Para llegar a Juez, antes de nada hemos de asumir la posibilidad de estar completamente equivocados en todo. El verdadero Juez da por hecho que en todo dilema dado, su primera aproximación al mismo parte de un punto de vista completamente sesgado.
Para llegar a Juez, estamos obligados a esforzarnos por cambiar aquello que nos desagrada de nuestra realidad cotidiana, empezando por nosotros mismos. El verdadero Juez sabe que la miseria no desaparece porque mire hacia otro lado.
Para llegar a Juez, exijámonos tanto a nosotros mismos como exigimos a los otros. El verdadero Juez no realiza separación ninguna: se juzga a la vez que juzga a todos los demás. Las fallas que vemos en el mundo reflejan las que nosotros mismos cometemos.
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