
Con tus ideas de panfleto, con tus chascarrillos de citas de autores que escribieron libros que no has leído, pero cuyo contenido habéis masticado tú y tus compañeros y camaradas de bar en bar, de manifestación en manifestación, en el sindicato o en la asamblea o en la reunión política de turno, me sacas media sonrisa. Con tus críticas y sarcasmos rimbombantes, que nada saben de mi trayectoria ni de la de nadie, pero que tampoco nada necesitan saber para sus juicios apresurados y patéticos, me dejas frío. Me acuerdo de la pasión y el empuje que solía animarte, de las que no queda nada, y me entristezco.
Te miro y no te reconozco.
Como sintonizado en un canal de radio que no emite más que interferencias; como esas teleseries de hace décadas que siguen formando parte de los huecos de la parrilla televisiva habitual una y otra vez, sobre cuyos actores protagonistas sabes que en la actualidad habrán ya fallecido o resultarán físicamente irreconocibles y que, por tanto, probablemente no saquen jamás algo nuevo a pesar de lo relativamente recientes y cercanos que nos resultan los tiempos en que dichas teleseries fueron rodadas; como esos marxistas trasnochados que se empeñan en interpretar la realidad contemporánea empleando el mismo enfoque anquilosado en los inicios de la revolución industrial -cuando el capitalismo aún no había diluido toda frontera externa o interna, corporal o mental-; así te veo.
A punto de nieve para estatua de sal, mi petrificado amigo, fantaseando con surfear sobre la cresta de la ola mientras el agua te inunda garganta y pulmones y te ahoga, lamentable.
Tanto tiempo tirando de tus cadenas sin romperlas, no has aprendido ni una sola palabra clave para zafarte de las cárceles, y de tanto girar sobre ti mismo no sólo no te has liberado sino que te has enredado más de lo que estabas. Las cadenas te queman ahora la carne y, de tan a flor de piel, se te han olvidado por completo. Te piensas producto último de la evolución y miras al otro -que es cualquiera- como menos desarrollado que tú. Esa paja que te parece ver en el ojo ajeno no es sino la tuya, demasiado crecida y grotesca como para identificarla como propia, una pena.
Y aún peor cuando me cuentas, exorcizándome de tu presencia que, por supuesto, formo yo parte de tu grupo electo de super-hombres satisfechos. A cada instante una mutación es mi camino, ¿qué puedo decirte? La autocomplacencia es el arma más eficaz de la que disponen los rivales de la libertad, el crecimiento y la autonomía personales, ¡no seré yo quien dé munición al enemigo!
No, debo decirte, cuando tratas de incluirme en tu equipo, rotundamente no.
A diario me dedico a deshacerme de mis reglas, de mis credos, creando nuevos; y dispongo de una ética situacional que se adapta a las circunstancias en lugar de pretender adaptar las circunstancias a ella misma. No soy por tanto ejemplo de coherencia ninguno, ni lo busco, por el contrario integro mis contradicciones, dándoles la oportunidad de expresarse como quieran.
Concibo mi verdadera voluntad como algo auténtico y oculto, enterrado bajo capas de opinión y parloteo mental inútil, de prejuicios sobre mí mismo y mis deseos, de fronteras y barreras que hasta el momento he mantenido: torres invisibles de vigilancia de un imperio despótico -no sólo global, también interno-, que yo dejé a sus arquitectos construirme dentro, y que custodié amablemente bajo cientos de soles y lunas, ahora las derribo.
Y tú, inamovible como roca, sintiéndote eterno por no percibir embate alguno de los que recibes sin parar; la erosión del inevitable cambio te desgrana y desmonta, no te darás cuenta y habrás llegado a ser una parodia de todo aquello que detestas, más estático y estancado que quienes te rodean y a quienes gastas tu energía en despreciar constantemente.
No obstante, sobrevives, me lo demuestras al cacarear consignas que yo mismo grité en muchas ocasiones, no recuerdo si comprendiéndolas o no.
Te pavoneas con sorna como si hubieras, sólo tú, mantenido una cordura que ni sabes definir, porque está claro que, de cerca, nadie es normal. Y me miras como si fuera yo, y no tú, quien desperdicia su potencial.
Adelante, sigue haciéndolo, no me inquieta. Tal vez sólo me extrañe la manera en que la historia que nos contamos, justificación de cada acto realizado y cada palabra dicha, pueda mantenerse con semejante aplomo, sin dudar ni un solo instante de que sea ésta éso, una historia, un papel auto-asignado -y confirmado externamente- tan manido como cualquiera de los otros que los demás, de nuestro equipo o no, se empeñan constantemente en representar, qué tontería.
No, en absoluto navegamos en el mismo barco, ¡me hubiera lanzado al agua de cabeza!
Me angustia ese momento cristalizado que representas con tu rigidez, negando el dinamismo de la vida, impidiéndola fluir a través de ti, transformándote en un coágulo hinchado de ego y obstinación resentida que, si no ha matado a nadie todavía de aburrimiento, se encuentra en vías de implosión.
Tus seguridades y principios estables, fijos, te hacen, a mis ojos, un cadáver.
Rásgate las vestiduras, sacerdote: deshazte primero de cada uno de tus dioses, para desprenderte luego de tu hábito: de tu condición de esclavo -y de tu moral de esclavo-.
Descúbrete moribundo, emergiendo del lodo pútrido de tus verdades eternas y respira, ¡respira! Anima tu cuerpo atrofiado, dándole la actividad que necesita, ¡lo está rogando!
Destierra para siempre cada ídolo, proclámate hombre libre, infinito.
No te arrepentirás como yo no me he arrepentido, aunque al principio cueste tanto.
Porque el camino que atraviesa el Abismo es el único que, tarde o temprano, nos vemos obligados a cruzar.
Mejor pronto que tarde, aún con fuerzas que convalencientes, ¿no te parece?