28.2.11

La escritura


...la escritura no era más que las palabras que decía la gente, aplastadas entre capas de papel hasta que quedaban fosilizadas (...). Y las palabras que decía la gente no eran más que sombras de las cosas reales. Pero..., pero algunas cosas eran demasiado grandes como para dejarse encerrar en palabras, e incluso las palabras eran demasiado poderosas como para que la escritura las domesticara por completo.
Así que algunas cosas escritas intentaban transformarse en cosas de verdad.


Ritos iguales. Terry Pratchett, 1987. Pág. 189.

Esperar nada

Esperar algo. Parodia lastimosa de la muerte.
De lo que pensamos cuando decimos "muerte".

Existe la pasividad y existe la actividad, y ambas pueden emplearse de un modo consciente.
En el contexto de una vida consciente, de un proceso de interacción consciente.
Fuera no tendrían sentido. Ni una ni la otra.

Ese sentimiento de esperar algo. De aguardar a que lo desconocido venga, se imponga, aparezca, nos libere.
Se nos lleve de un momento que nos agota, nos estanca, nos aplasta.

El grito necesario para pedir auxilio no requiere de tanto esfuerzo como la propia iniciativa.
Tomar la responsabilidad de uno mismo y cada una de nuestras cadenas y romperlas. La fuerza requerida para llevar a cabo tal hazaña posee una naturaleza que rara vez precisa de tirones, de mordiscos, de arrebatos. Precisamos nosotros, sin embargo, de gritos, de tirones, de mordiscos, de arrebatos. De convulsionarnos. Y antes de mirar al cielo libres, de llanto. Como recién nacidos, nunca más en un hospital -rodeados de verde y blanco anestesiantes-, sino brillantes. Como recién nacidos, esta vez de verdad, rodeados de agitación, de mundo vibrante. Sin esperar nada, ansiándolo todo. Sin aguardar nada, lográndolo todo. Sin buscar nada, encontrándolo todo. Sin pedir nada, tomándolo todo.

Entre el tejido y entretejido que denominamos "realidad" podemos enredar nuestras manos, entrometernos, mezclarnos.

Cada idioma arraiga y te potencia en un sentido diferente, y no pienses sólo en esos que puedes estudiar de forma homologada.

Algunos estudian incluso el silencio.
Y otros ya juegan con él.

25.2.11

Si no quieres que te atrapen tendrás que ser más rápido

Si no quieres que te atrapen tendrás que ser más rápido que ellos:

*Cuando corran tras de ti al salir del supermercado
*Cuando te burles en sus caras de su dejarse llevar, de su desidia, de su incongruencia, de su búsqueda de la felicidad que consiste en no tener que pensar dejando que otros cumplan esa función.
*Cuando te cueles en sus casas buscando que sepan que la realidad es algo más que lo que ven.
*Cuando intentes fallidamente que alguien crea en el amor, o que pierda sus prejuicios.
*Cuando quieran encerrarte por tu locura, tu terrorismo, tu pasión o tu filía: simplemente porque molestas.

Pero sobre todo tendrás que ser aún más rápido:

*Para que no te impongan su orden de cosas, sus valores, sus realidades; para que no olvides que hay vida más allá del supermercado.
*Para no dejar de pensar dejando que otros cumplan esa función.
*Para no ver el mundo únicamente de una manera, «tu manera», puede que simplemente por oposición.
*Para no adquirir [sus] prejuicios, para perder los tuyos; para creer en todo o no creer en nada, pero no creer todo.
*Para escapar a la locura de creerse [el único] cuerdo.

23.2.11

Gelbe Armee Fraktion (Fracción del Ejército Amarillo)

"Con figuritas amarillas de plástico pretendía Vattenfall [compañía eléctrica sueca] tomar al público por tonto y convencernos de que realmente hacen algo por el cambio climático -más allá de la polución que generan sus enormes centrales eléctricas de carbón-.
¡Lo que no se les ocurrió es que estas figuritas despertarían a la vida y se organizarían!
Hoy, la Fracción del Ejército Amarillo, liberó a 44 de sus compañeros en su lucha para aplastar a Vattenfall y su sucia industria y salvar al planeta en el proceso.

¡No más carbón!"


autonomarotter.net




22.2.11

Un mundo responsable, sensato, coherente

Vivimos en el más responsable de los mundos posibles.
Se trata de una inflexión espacio-temporal donde convergen la mayor sensatez y más sana coherencia.

En este mundo tan responsable en que vivimos, uno ya no tiene que ocuparse de los suyos. Si en el seno de una familia surge alguien especial -según el consenso del resto, por supuesto sin preguntar al otro-, puede ocurrir que esta familia busque deshacerse de esa "persona especial": para ello existen centros de reclusión apropiados que cuentan con una numerosa plantilla de profesionales dispuestos a ejercer su trabajo sin el menor conato de pasión.
Que cada individuo precisa un trato diferente y único, que todos somos especiales y todos tenemos una historia que contar,... todas esas tonterías pertenecen ya al pasado lejano, a cuando vivíamos en tribus, cuevas, desiertos, praderas, selvas. Esas exóticas gentes, que aún precisan de conocerse, preguntarse, ponerse de acuerdo y tenerse por iguales, y sus ridículas tradiciones y costumbres no tienen cabida en nuestra contemporánea sociedad moderna.

En este mundo sensato en que vivimos, cuando un tipo corriente lleva a cabo un acto reprobable según la Ley (unos papeles muy importantes), se lo encierra en un agujero. Hay agujeros habilitados a tal efecto y, por supuesto, también profesionales preparados. Para dilucidar si un tipo merece ir al hoyo o no, existen otra clase de profesionales que, por regla general, nunca pisan el hoyo. Se los llama jueces. Lo que determina si alguien puede convertirse en juez se puede resumir en cifras: una nota en un examen, un número considerable de contactos y colegas, una cantidad ingente de tickets de compra con la cara del Rey (un hombre muy importante) en las arcas de su familia... Hacerse juez puede servir como medida inteligente para evitar el hoyo pero no todas las personas poseen el talento necesario, ése que antes he resumido en cifras.

En este mundo coherente donde vivimos, la Ley, esos papeles tan importantes que rigen nuestras vidas como ejes de metal que nos empalan, llama derecho a la posibilidad por parte de las instituciones de ejercer violencia, de cualquier tipo, contra los individuos y crimen al intento de estos últimos de ejercer cualquier tipo de violencia, incluida la resistencia, contra las instituciones y su violencia. Las instituciones son cosas realmente importantes, tan tan importantes que para definirlas hago uso de wikipedia:

Las instituciones son mecanismos de orden social y cooperación que procuran normalizar el comportamiento de un grupo de individuos (que puede ser reducido o coincidir con una sociedad entera). Las instituciones en dicho sentido trascienden las voluntades individuales al identificarse con la imposición de un propósito en teoría considerado como un bien social, es decir: normal para ese grupo. Su mecanismo de funcionamiento varía ampliamente en cada caso, aunque se destaca la elaboración de numerosas reglas o normas que suelen ser poco flexibles.

Un ejemplo muy bueno de cómo funcionan las instituciones lo encontramos en los Medios de Comunicación de Masas, pantallas y altavoces gigantes giratorios situados en torres llenas de antenas y cuya función principal consiste en crear una opinión concreta en la población respecto a sucesos sobre los que todavía no han pensado, entre otras razones porque los MCM todavía no los han reseñado, y sobre todo, antes de que la población piense en estos sucesos. El acontecimiento ha de retransmitirse en el mismo instante en que el contenido del mensaje se manipula para que lo que se quiere hacer pensar a los receptores encaje perfectamente con la noticia que se comenta. Esto, que parece bastante complicado, resulta muy fácil en la práctica para los dedicados expertos cuyo salario depende de hacerlo correctamente; y si una noticia se considera sospechosamente difícil de encajar con la opinión que los MCM quieren inculcar simplemente la obvian o posponen.

Los Amigos de la Ley, entre quienes figuran jueces, políticos (gente cuyo empleo considerablemente bien remunerado equivale a convencer a los demás ciudadanos de la utilidad imprescindible de dicho empleo), reyes,... de cada país poseen amigos en otros países. Para defender sus propios intereses y los intereses de sus amigos utilizan a los MCM.
Por ejemplo, si unas cuantas miles de personas quieren protestar porque consideran que los mandatarios de la civilización en la que viven -todos muy Amigos de la Ley cuando actúan en público, único lugar donde dicha Ley se les aplica- les llevan a la ruina o matan de hambre, o destruyen ecosistemas enteros, o explotan/expolian/exterminan/[añadir otros] a pueblos alrededor del mundo, o torturan presos políticos (gente cuya estancia en el hoyo puede prolongarse hasta el infinito), o todo a la vez,..., los mandatarios de la civilización lanzan a los policías (monstruos que se comen un hombre y se transforman en máquinas de obedecer y aplastar todo lo que ante sus ojos suponga desobediencia) para golpearles y los MCM remarcan la necesidad de aplicar medidas para reducir a los manifestantes violentos (personas a quienes todo lo que antes mencioné sobre arruinar, matar, destruir, explotar/expoliar/exterminar, torturar,..., les molesta aparentemente más que a los otros y cuya presencia no resulta imprescindible para que los Amigos de la Ley lancen a sus policías), por culpa de los cuales toda la manifestación (acto mediante el cual la gente se manifiesta y tiene lugar en un emplazamiento y horario determinado pasado el cual la gente debería volver a casa y dejar de manifestarse) se ha ido al garete.

Después de los hechos, los MCM dirigen debates donde todos los miembros de la discusión, que aparentemente disienten al principio pero se ponen de acuerdo justo antes de acabar el programa, condenan a los manifestantes violentos y abren nuevas vías de diálogo para seguir justificando el orden establecido: los amigos de la Ley pueden continuar arruinando, matando, destruyendo, explotando/expoliando/exterminando, torturando,... y el resto puede permanecer apoyándolos (en silencio o no).

17.2.11

Los paseos de Lotta [I]



Lotta paseaba. Iba de librería en librería buscando un regalo para su querida amiga Tita. Tita tenía como cinco años o algo así.
Lotta miraba por todas partes y veía un montón de cosas. Todo tipo de libros con dibujos. Algunos le parecían más bonitos, otros un poco subnormales. Pronto encontró, sin embargo, un patrón: casi la mitad de los artículos de lectura para infantes poseían una característica común, a saber, trataban sobre el excremento, el acto de defecar, la caca y la mierda, la orina y el pipí.
Tras unos instantes de aumento de la temperatura cerebral por el esfuerzo mental, Lotta quedó perpleja y ahogó un ¡Eureka! cuando una bombilla se iluminó en su cabeza de repente. ¡Claro!, dijo casi para sí misma.

Las madres y padres solían reñir a sus hijos por charlar abiertamente y en profundidad sobre la expulsión de desechos biológicos, cosa acerca de la cual los niños disfrutan conversando día y noche, sin descanso. Achacándoselo a su condición de inmadurez circunstancial, la gente los regaña como disculpándoles por una tara inevitable propia de su edad. Sin embargo, Lotta acababa de averiguar la verdadera causa de todo este sospechoso asunto: el tema principal de la literatura de los más pequeños se centraba alrededor de este fregado tan peliagudo. La basura orgánica expulsada por ano y genitales no provocaba en ellos mayor fascinación que la Catedral del Mar, los Pilares de la Tierra o los libros de auto-ayuda, entre otros, para sus parientes más mayores.

¡Cagar y mear significaba a la literatura pop infantil lo que para adolescentes y adultos esos libros sobre vampiros amanerados que brillan, se maquillan, follan sin parar y padecen graves desórdenes emocionales!


Por eso Lotta quedó perpleja y ahogó un ¡Eureka! y dijo ¡Claro! casi para sí misma. Porque lo supo, paseando buscándole un regalo a su amiga Tita, lo supo. Supo que aquellos párvulos, que tan despreocupadamente comentaban sus últimos cagarrones y meadas con gran detalle, poseían un grado de intelectualidad comparable al de aquellos adolescentes y adultos que les reprendían por su actitud y debates.

De otro modo, concluyó finalmente Lotta, no habría manera de comprender por qué los escritores de obras que emplean la mierda como principal leitmotiv escogen como target comercial a los más jóvenes de entre los humanos.

Y así, muy contenta por su hallazgo, Lotta marchó dejando para otro día su alegre misión.


11.2.11


Sin blanca en el cielo y el infierno, 2 de 2. Los Invisibles. Grant Morrison.
Colección VERTIGO, DC Comics. Norma Editorial.

8.2.11

Liberado de un cartucho de tinta de impresora


Hola, amigos.
Aunque no revelaré mis verdaderos datos -para protegerme a mí mismo y a mi familia-, me presentaré de alguna manera: pueden llamarme Customer Care. Pueden llamarme Customer Care y solía llevar una vida aparentemente normal, como cualquier otro hombre con camisa de cuadritos, gafas, canas y sonrisa amable y de aspecto sincero. Y sí, tienen razón cuando miran mi fotografía y ven en ella a su hermano, padre o hijo, o a cualquier otra persona. Mi normalidad me resultaba extrema hasta a mí mismo.

Sin embargo, y aquí deberían prestar atención para no perderse, algo me hace especial: hasta hace poco me encontraba enclaustrado en la caja de un cartucho de tinta de impresora, con la barrera extra de una carcasa de plástico. Sí, como leen. Un cartucho de tinta de impresora.
¿Y dónde se encontraba dicha carcasa de plástico con dicho cartucho de tinta de impresora, dónde esa jaula para cuerpo-mente-corazón, esa cárcel de emociones, pensamientos, voluntades, anhelos, deseos, alegrías y tristezas?  En un centro comercial, dónde si no.

Mi historia no presenta grandes complicaciones: me encontraba un día caminando, con intención de realizar la compra de unos cuantos vegetales -en su mayor parte para preparar un delicioso pastel que nunca se materializó (pueden observar mi lista de la compra en la fotografía que les adjunto)-, cuando me sorprendieron por detrás de forma eficaz.


Inconsciente, incapaz de defenderme, me apresaron y, con toda la facilidad que les permitieron mis 86 kg de peso, me introdujeron en la caja del cartucho de tinta de impresora, cosa que en ese momento preciso, al despertar atolondrado, difícilmente podía averiguar pero que entendí posteriormente por lo poco que pude extraer de las conversaciones que tenían lugar a mi alrededor.
Me transportaron en algún vehículo hacia el centro comercial que mencioné antes. Aunque toda posibilidad de comunicación con el exterior se veía sofocada por la pesada cubierta que me rodeaba, pude corroborar que, en el mismo vehículo donde yo me encontraba, había muchos más hombres en la misma situación que yo. Atrapados, confusos, sin la menor idea de qué estaba sucediendo. Hombres, con toda seguridad normales en extremo como yo, de camisa de cuadritos, gafas, canas y sonrisa amable y de aspecto sincero. Hombres buenos, funcionales, estables psicológicamente hablando, tan previsibles como predecibles, sin capacidad para la reacción espontánea, para el milagro, para la vida más allá de los cánones y límites establecidos.

Y todos, como a mí y sin excepción, acabamos en el centro comercial, todos en nuestras cajas de cartucho de tinta de impresora protegidas con carcasa de plástico. Y a todos, como yo y sin excepción, nos colgaban de pequeñas perchas en sus estanterías interminables y nos disponían para la venta, como esclavos, como mercancía, ya totalmente deshumanizados y desprovistos de toda autonomía y control sobre nuestras vidas, prestos a engrosar la lista de propiedades de cualquier familia y/o usuario de impresoras por, aproximadamente, 30 ó 40 euros (precio que, aunque abusivo para la tinta de impresora, no puede ni podrá jamás servir para comprar la dignidad de un hombre, pues ésta no se mide con dígitos ni con dinero).
Pero algo lo cambió todo.

Un día, como gracias a Dios supe y ahora puedo relatar, un hombre ataviado con ropa elegante pero moderada, de aspecto tranquilo y apacible, se presentó en dicho centro comercial. Su intención era la que todo cliente de un centro comercial aparentemente tiene: obtener un objeto a la venta mediante su previo pago, comprar un producto. Adquirirlo. Pero la diferencia radicaba en que este hombre, ataviado con ropa elegante pero moderada, de aspecto tranquilo y apacible, simplemente se saltó uno de los pasos, a saber, el del pago. Entró en el centro comercial, agarró el cartucho donde yo afortunadamente me hallaba y se marchó. Este hombre, para muchos simple ladrón, se convirtió en mi héroe y salvador y no sólo se sintió rápidamente escandalizado por mi historia sino que se comprometió a difundir, fomentar y practicar la Liberación de Hombres Enclaustrados en Cajas de Cartuchos de Tinta de Impresora Protegidos por Carcasas de Plástico, o LHECCTIPCP.

Amigo lector, únete a nosotros. Pocos conocen nuestra causa. Pocos saben de nuestro sufrimiento. A mí me liberaron del yugo de la esclavitud mercantil pero otros permanecen reclusos. Colabora, haz tu parte. Sustrae, sin previo pago, un cartucho de tinta de impresora y salva a un hombre inocente.

Y recuerda, cualquier día podría pasarte a ti.

Un saludo a todos y gracias de antemano de parte de Customer Care, a partir de ahora siempre a vuestro servicio y el de cada hombre encerrado y encadenado, en una caja de un cartucho de tinta de impresora o en cualquier otra parte.

Por la libertad y por la vida, ¡abajo el imperio de la mercancía!

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El liceo en llamas, así lo mantendría siempre. Ni totalmente arruinado ni funcionando correctamente... con todos esos estudiantes -complacientes y complacidos-, con las cotidianas y condescendientes palmaditas en la cabeza como a perros obedientes -y con las respectivas galletitas de premio-, con las sonrisas de civismo, con la auto-inculpación responsable y el sometimiento voluntario. 
Una rebeldía controlada, desarmada. Un saber inerte, fosilizado. 

¡Fuego a las escuelas! ¡A los institutos! ¡A los colegios y las universidades!

Especialistas del pensamiento pretendiendo crear pensadores profesionales. Mentes autónomas wannabe, disfrazadas de certeza pero hundiéndose en la peor de las confusiones: la de creer que "se sabe algo", aún a pesar de no llegar a aprehenderlo.

Los ciudadanos más sumisos se encuentran en las filas de los más aparentemente críticos. Desciudadanicémonos ya.

6.2.11

Sin ángulos rectos


De un mundo a otro solía no cambiar ni de traje ni de nombre. Caminaba entre multitudes distintas con una  expresión, una cara, siempre la misma máscara. Y decía Éste *soy* yo. Y a mi alrededor trazaba, dejando poco espacio para la respiración y el movimiento pero sin mediar palabra y sin ninguna duda, una circunferencia. Y decía, señalando hacia afuera, ésos -siempre en minúsculas- *sois* vosotros.

Ya no lo hago. No sé exactamente por qué. Tal vez ni siquiera estaba equivocado. Tal vez las cosas funcionan tal y como yo creía que funcionaban. O quizá no. Pero sé que, de haber un error, no me di cuenta tras quedarme solo. Ni después de que todo lo que había construido creyendo que duraría para siempre se derrumbase. Tampoco tras perder toda esperanza. No. Ocurrió en el momento en que dejé de preocuparme por mantener limpio el viejo traje. Cuando ya ni me importaba aquel viejo nombre. Cuando deje de caminar entre "multitudes distintas" para empezar a formar parte de ellas -lo que tuvo lugar a la vez que dichas multitudes dejaban de parecer aquellas masas informes homogéneas que posiblemente nunca existieron-. Cuando me vi en situaciones que no tenían por qué haber pasado pero pasaron, dándome la oportunidad de deshacerme de mi máscara, mi querida máscara -parece difícil pero se convierte en algo bastante obvio cuando compruebas que algunas personas simplemente no la ven, o miran directamente a través sin poderlo evitar-. Cuando no sólo yo sabía que no fingía ni tenía por qué hacerlo, sino que nadie lo pensaba siquiera. No había motivo alguno para hacerlo.

Y ahora, en este preciso instante, podrían acusarme de cualquier cosa; podrían echarme en cara las peores hazañas, culparme de los peores pecados; podrían rechazarme de cualquier manera y por cualquier razón. Podrían tirarme al suelo y patearme hasta el amanecer. O hasta que no hubiera mañana. Cualquier cosa. Pero nadie me convencería, en modo alguno, de mi propia culpabilidad. Porque ya la acepté. Porque ya pasó hace mucho tiempo. Porque ahora sé que todos estuvimos allí, sentados en el banquillo de los acusados. A todos nos consideraron víctimas y verdugos. A todos nos despreciaron y admiraron, amaron y odiaron, abrazaron y abandonaron. A todos nos juzgaron y condenaron. Y también todos fuimos redimidos, todos. Sin excepción. 
La salvación no está por llegar: lleva aquí mucho tiempo, dentro de nosotros; jamás se fue, de hecho.

Nunca hubo decadencia, ni progreso. Nunca nos hicimos mejores, ni peores.
Nunca avanzamos hacia ninguna parte, ni tampoco nos quedamos atrás.
La vida no tiene ángulos rectos, ni puntas, no hay ningún vértice al final y posiblemente tampoco hay ningún final. Todo ya está sucediendo.

3.2.11

Recuerdos a la deriva I

*      *      *      *      *
El recorrido comienza sin previo aviso. Nadie pide permiso a nadie.

La rueda gira. Probablemente estemos en abril o mayo del año 2006. La rueda gira y ahora estamos en febrero de 2011. El calendario indica 02.

He venido solo y me he sentado encima y está girando. La rueda está girando.

Hemos venido aquí porque tenía algo importante que decir. Se supone que por eso estamos aquí.
Tu expectación no necesita palabras para expresarse. Yo dudo. Probablemente tú también dudas.
Si quieres que hable inmediatamente no lo manifiestas pero tus ojos, como linternas encendidas, me apuntan y se afanan en disipar mi oscuridad. Mis dudas crecen. Nos movemos.

La rueda permanece quieta. Estamos en abril o mayo del año 2006. La gente camina a nuestro alrededor. Nosotros no caminamos, nos sentamos. Nos sentamos sobre la rueda. La rueda permanece quieta. No girará hasta unos años después, por primera vez. Y hasta casi cinco años después, por vez última -desde el punto de vista del Momento Presente-.

He venido solo y me he sentado encima y está girando. La rueda está girando. El calendario marca 02 de Febrero del año 2011. Me pregunto qué hubiera pasado si te hubiese contado la verdad. Miedo a amar sin miedo. Me pregunto hasta qué punto hubiera condicionado todo lo que ocurrió después.

Algunos dicen que has muerto. Otros dicen que sólo quieres lo mejor para todos nosotros.
Espíritu del desierto, espíritu de la vela veloz y el fuego eterno, espíritu de las dunas, espíritu del Mediterráneo, espíritu de la media locura -que con media locura más se completaba hasta derretir todo límite-, espíritu de la vida y la muerte, de la fertilidad y la destrucción: el punto donde Freja y Khali se encuentran y funden.

Año 2006. La rueda permanece quieta. Estamos aquí porque yo tenía algo que decir. Nos sentamos sobre la rueda, que todavía no se mueve aunque lo hará. Algún día, en cualquier momento, lo hará. Nos sentamos sobre la rueda y no digo nada. No digo nada relacionado con lo que he venido a decir. Ignoro el asunto y ya no sólo no cierro la puerta, paso a través de ella y así hasta la cocina. Y la cocina arde, y yo grito. Una marca en el techo, una obra de arte dice alguien, recuerdos de humo negro, recuerdos del aceite hirviendo, recuerdos que a principios de 2010 nadie ha borrado aún pero de los que no queda nada a finales del mismo año. Una duda, revelada antes o después pero, en cualquier caso, tarde. Una duda que, de unos 1577880 minutos aproximados de duración, aparentemente, y como suele ocurrir en estos casos -cuando la dimensión a través de la cual nos trasladamos no figura entre una de las tres "espaciales"-, se materializa de manera irreversible.

No me busques, encuéntrame.

Me levanto. La rueda deja de girar. Camino.

Paso junto al enclave francmasónico y unos pasos más tarde un letrero evoca en mí el Edén. Ya lo he vivido, pienso, y aunque no sigo allí tampoco he salido indemne: quedan en mí resquicios de paraíso.

Tras los calabozos gritones y justo antes del pasaje de la Boda Galaica, encuentro a la Última Higuera con la que entablo una conversación insatisfactoria -no puedo distinguir sus palabras en el ruido mental que me sobrecoge-.
Introduzco el dedo índice en la entrada cuadrangular a sus pies y la tierra, blanda y húmeda, se abre a mis preguntas. Por lo menos ya tengo una guía; continúo andando.

Los verdaderos opuestos se complementan, dicen los Hechos.

2006 y 2011 se devoran entre sí mientras yo me hundo en la masa informe de sus cadáveres y ni siquiera sé a ciencia cierta cuándo hará aparición el Fénix.

A cada posibilidad la atraviesa un contexto y a cada contexto, a su vez, lo atraviesan infinitas posibilidades.

Vago de hogar en hogar sin abandonar completamente el anterior ni abrazar del todo el nuevo, por si acaso. Me cercioro de cada paso justo antes de darlo sólo para evitar que el suelo ceda y la tierra me trague con él.
Describo cada evento como único simplemente porque no tiene ningún sentido fuera del marco que lo encuadra.

Índice me hace dar vueltas por lugares de sobra conocidos donde no percibo nada especial en particular y finalmente le pregunto dónde está. Dónde está lo que busco. Sigo con la mirada la dirección que señala y sonrío divertido. Todo objetivo se desvanece. Ni siquiera dejo de caminar, pero lo hago tranquilo: ya sé de antemano que no hay sitio al que llegar. No hay lugar a donde ir.

Cubro la distancia entre Centro y Viejo Mundo y al acercarme aminoro la marcha: pase lo que pase, que no ocurra gracias a mí.

Llegaré al portal, subiré en el ascensor -donde dejaré un par de interrogantes-, llamaré al timbre, esperaré en el vacío y lanzaré un beso al aire.
Y no contestará nadie.
Bajaré de nuevo, me dirigiré a la parada del autobús, esperaré recordando que "si te aburres es porque no estás prestando atención", lo que me llevará a fijarme en cada detalle -desde las conversaciones de cada pequeño grupo de personas a las ruedas en movimiento de los vehículos a motor o el camino por el cual he llegado ahí-, cogeré el autobús y aterrizaré cerca de donde tengo la cama y muchos demonios.

Sonrío. Casi lloran mis ojos pero nadie da la orden.
Misión cumplida: la deriva ha terminado y he honrado al templo.