Consentimos a otros su dominio.
Dependíamos emocionalmente de ellos.
Nos transformamos en subalternos.
Seguíamos directrices de otros.
Justificamos nuestras acciones y pensamientos.
Valorábamos más que la nuestra, la opinión ajena.
Nos invadió la culpabilidad.
La dejamos pasar hasta la cocina sin preguntar por qué.
Nos despreciaron.
Y nos despreciamos nosotros.
Nos vimos como inferiores.
Creíamos no tener la menor idea de cómo hacer las cosas bien.
Nos sacrificamos por satisfacer antes a los demás que a nosotros mismos.
Y no tenía nada de altruista buscar la redención.
Dejamos que nos gritaran o impusieran el silencio.
Dábamos por hecho que poseían una buena razón para hacerlo.
Toleramos que nos juzgaran.
Aunque con el material del que disponían no tuvieran ni para empezar.
Nos esforzamos en sacarles sonrisas.
Incluso si ello nos hacía llorar.
Olvidamos qué se sentía cuando nos amaban.
Demasiado ocupados para pensar, no importaba.
Les concedimos el privilegio de ridiculizarnos.
Y no dudaron en emplearse a fondo.
Convirtieron en costumbre cuestionarnos.
Parecía tener sentido porque no valíamos nada.
Focalizaron en nosotros sus frustraciones.
Y así nos hacían responsables de cada fallo.
Nos señalaron con su dedo o su sarcasmo.
Mientras el mundo entero asentía alrededor.
No nos defendimos ni opusimos resistencia.
Amábamos demasiado nuestra propia condena.
Compañeros o compañeras sentimentales y amantes -coherentes y fieles, en lo bueno y en lo malo, o no-, amigos o amigas -leales o no-, parientes -cercanos o no-, compañeros de clase o trabajo -con conocimiento de causa o sin él-, vecinos -realmente preocupados o simplemente cotillas-, jefes o jefas -siempre tan malnacidos-; les proporcionamos las armas y el escenario para llevar a cabo su genocidio. Los hicimos poderosos y en ellos delegamos toda responsabilidad. Relegamos, perdiéndola, toda nuestra autoridad, sobre nuestras vidas y autonomía personal. Abandonamos toda pasión y abrimos paso al aplastamiento pero si ocurrió lo hizo bajo nuestra atenta mirada de súbditos solícitos, de esclavos voluntarios, de estudiantes agradecidos, de pusilánimes tristes. Si nos desmembraron para posteriormente arrojar sal a nuestros muñones, lo hicieron con nuestro total beneplácito.
No obstante, si hemos llegado hasta aquí, en el punto en que nos encontramos no volveremos a agacharnos.
Mantendremos la cabeza alta y la mirada desafiante. Preferiremos la soberbia a conceder treguas.
No habrá gestos de aquiescencia ni rendición posible. No nos doblegaremos ni nos doblegará nadie.
Todo tirano de tres al cuarto, opresores y carceleros, domadores de leones previamente domados, a todos vosotros os digo:
que ya no se os acoge, que ya no se os permite la entrada, que a vosotros también os jodieron la vida y hasta que no lo admitáis y arregléis, aquí no tenéis nada que hacer.
Y si os acercáis prematuramente, sin haber solucionado vuestras internas disputas, nos obligaréis a expulsaros o quién sabe, quizá algo mucho peor.