23.4.11
Efímero o eterno
Jugamos a los contrarios, hielo y fuego, decidimos con palabras si el amor es, o no, eterno, nada dura para siempre o no cambiaré nunca. Cada cual escoge su bando y alza su bandera. Los del efímero Carpe Diem (oh, venga ya) cara a cara con los románticos que buscan trascendencia (lo entiendo amigos, pero seguid leyendo): nadie queda fuera, ni solo, todos podemos elegir una jaula.
Sin embargo, sólo el cambio permanece inmutable. Decimos que vivimos en una casa, y con alguna persona en concreto, y en unas condiciones específicas. Pero todo cambia sin parar. Esa casa en la que vivimos, ¿nos encontramos siempre dentro? Quizá dormimos todas las noches en la misma cama, ¡pero quizá no! Y esa persona con la que vivimos, ¿se halla siempre a nuestro lado? ¿Nunca se marcha? ¿Nunca sale sola? ¿No nos separamos jamás de ella? Joder, quizá sólo mientras dormimos, ¡pero ahí lo tenéis! En sueños cada cual camina dentro de su propio mundo.
Algunos sentencian que toda relación termina pero, ¿de qué relación hablan? No soy la misma persona siempre. Solo o acompañado, mi estado de ánimo cambia, así como mis circunstancias. Ella o él -me dicen- no estará a tu lado siempre -y asienten satisfechos y condescendientes-, ¡amigos! ¡Nada nuevo bajo el sol! De hecho, él o ella no siempre están a mi lado. No siempre me acompañan. Nos gusta pensar que estamos juntos -porque nos amamos o damos alas mutuamente-, pero sabemos -porque hay que saberlo-, que sólo el tiempo que pasamos juntos estamos, verdaderamente, juntos. El resto del tiempo los otros están donde están los otros -y tal vez en mi corazón y pensamiento-, y yo estoy donde estoy yo -tal vez también en el corazón y pensamiento de los otros-. Lo demás, pura abstracción, que realizamos con tal frecuencia que hemos naturalizado hasta no ver más allá de ella -ni tampoco a través de ella-.
No hay UNA ÚNICA relación teniendo lugar,
¡estoy yo mismo relacionándome con todo!
Si elijo dedicar mis atenciones especialmente a alguien -porque me da la gana-, ¿acaso significa eso que estamos abocados inevitablemente a acabar enfadados (hay muchos amargados y decepcionados contando esta historia ahí fuera)? ¿Sabemos si querremos hacerlo en el futuro y toda la vida? No. Sabemos lo que ocurre ahora. Sabemos lo que queremos ahora. Sabemos lo que nos gusta ahora. Creer que por fuerza en algún momento dejaré de ver a alguien para siempre -el amor termina, dicen- tiene tanto sentido como pensar que permanecerás junto a alguna persona para toda la eternidad -o hasta que la muerte os separe-, ¡ninguno!
No pretendo desanimar a la gente. Al contrario, abogo por la fe tanto como por el análisis crítico. Pero huyamos de racionalizaciones tanto como de generalizaciones. Nos llevan al absurdo -un absurdo poco interesante-. La vida no tiene nada que ver con absolutos. Ocurre, sin más.
Los caminos confluyen, una y otra vez, y ahora mismo tú y yo coincidimos, ¡alegría! No sé cuánto durará, ¡ni siquiera sé si acabará! No tengo ni la más remota idea, baby. Ninguna.
Pero en este preciso instante, y si por mí fuera, duraría para siempre. Y eso es todo lo que tengo que decir. Por ahora.
Sin embargo, sólo el cambio permanece inmutable. Decimos que vivimos en una casa, y con alguna persona en concreto, y en unas condiciones específicas. Pero todo cambia sin parar. Esa casa en la que vivimos, ¿nos encontramos siempre dentro? Quizá dormimos todas las noches en la misma cama, ¡pero quizá no! Y esa persona con la que vivimos, ¿se halla siempre a nuestro lado? ¿Nunca se marcha? ¿Nunca sale sola? ¿No nos separamos jamás de ella? Joder, quizá sólo mientras dormimos, ¡pero ahí lo tenéis! En sueños cada cual camina dentro de su propio mundo.
Algunos sentencian que toda relación termina pero, ¿de qué relación hablan? No soy la misma persona siempre. Solo o acompañado, mi estado de ánimo cambia, así como mis circunstancias. Ella o él -me dicen- no estará a tu lado siempre -y asienten satisfechos y condescendientes-, ¡amigos! ¡Nada nuevo bajo el sol! De hecho, él o ella no siempre están a mi lado. No siempre me acompañan. Nos gusta pensar que estamos juntos -porque nos amamos o damos alas mutuamente-, pero sabemos -porque hay que saberlo-, que sólo el tiempo que pasamos juntos estamos, verdaderamente, juntos. El resto del tiempo los otros están donde están los otros -y tal vez en mi corazón y pensamiento-, y yo estoy donde estoy yo -tal vez también en el corazón y pensamiento de los otros-. Lo demás, pura abstracción, que realizamos con tal frecuencia que hemos naturalizado hasta no ver más allá de ella -ni tampoco a través de ella-.
No hay UNA ÚNICA relación teniendo lugar,
¡estoy yo mismo relacionándome con todo!
Si elijo dedicar mis atenciones especialmente a alguien -porque me da la gana-, ¿acaso significa eso que estamos abocados inevitablemente a acabar enfadados (hay muchos amargados y decepcionados contando esta historia ahí fuera)? ¿Sabemos si querremos hacerlo en el futuro y toda la vida? No. Sabemos lo que ocurre ahora. Sabemos lo que queremos ahora. Sabemos lo que nos gusta ahora. Creer que por fuerza en algún momento dejaré de ver a alguien para siempre -el amor termina, dicen- tiene tanto sentido como pensar que permanecerás junto a alguna persona para toda la eternidad -o hasta que la muerte os separe-, ¡ninguno!
No pretendo desanimar a la gente. Al contrario, abogo por la fe tanto como por el análisis crítico. Pero huyamos de racionalizaciones tanto como de generalizaciones. Nos llevan al absurdo -un absurdo poco interesante-. La vida no tiene nada que ver con absolutos. Ocurre, sin más.
Los caminos confluyen, una y otra vez, y ahora mismo tú y yo coincidimos, ¡alegría! No sé cuánto durará, ¡ni siquiera sé si acabará! No tengo ni la más remota idea, baby. Ninguna.
Pero en este preciso instante, y si por mí fuera, duraría para siempre. Y eso es todo lo que tengo que decir. Por ahora.
17.4.11
15.4.11
En pedazos pero entero
Escribo mi vida a dos manos. Con rima o sin ella, a menudo hay poesía. Hay fuego. Me quemo. Entonces la emborrono. La mancha pasa de los ojos a la ropa; camiseta, expectativas, pantalones, esperanzas, zapatos, sueños, todo queda irreconocible. Todo menos yo. No importa la ciudad sino los abrazos y los besos. Sólo dejo de sentirme extranjero entre brazos sinceros. Siempre hacia adelante, aunque no exista delante. Si muriera y me enterrasen, aviso a quien lo haga que se guarde de poner clavos en mi ataúd. No quiero obstáculos si cualquier noche me da por levantarme.
Romeo's Distress
Nos guardamos los miedos. Nuestros pánicos, fobias y horrores personales.
Nos cercamos con esa coraza indestructible para que nadie nos toque.
Roza nuestra piel pero no la atravesarás nunca. Jamás.
Giramos la llave en la cerradura para posteriormente tragárnosla. Por mucho que duela. Por muy incómoda que resulte cayendo por la garganta.
Lo cubrimos todo con maquillaje. Los miedos, la coraza, la piel, la cerradura, nosotros, la garganta. Y tratamos de alzar los ojos para vencer el insuperable peso de los párpados que, como telón de una obra de teatro terminada, busca cerrarse.
Pero en vano. Exangües; quien nos mira no nos ve. Quien no nos mira, nos ve inermes. Abandonados. Nos abandonamos, nos dejamos abandonar.
Pensamos en los problemas. Les damos vueltas sin girarlos, sin aprehenderlos. Los percibimos en nosotros o en los demás. Quizá en nosotros y en los demás. Pero pocas veces en su sitio, en medio. En esas conexiones infinitas que establecemos con el mundo, en las marañas interrelacionales que entretejemos. Entre los cuerpos.
El amor es siempre nuevo. Familiar pero desconocido. Musicalmente irrepetible.
Pero uno aprende. No mientas, no ocultes. Ábrete. El amor requiere esfuerzo pero surge solo. Espontáneo y visceral, como tirones de pelo, como mordiscos en la piel del cuello, como la carne y el sudor y los jadeos.
Como pasar noches llorando. Como orgasmos con ojos enrojecidos.
La magia funciona. Creedme, lo he visto y comprobado. La tengo en mis manos. Pero depende tanto del ánimo, depende tanto del espíritu, que cuando todo pierde sentido nos desahogamos contra ella.
Nos reprochamos cualquier instante de debilidad, de credulidad.
¿Cómo pude creer que tendría poder sobre los acontecimientos? ¿Que mi vida sería como yo la dibujase? ¿Que los deseos pueden cumplirse y los sueños hacerse realidad? ¡Pobre idiota, siempre fantaseando!
Olvidamos que solía funcionar. Y así nos maltratamos, empalidecemos deprimidos y decepcionados, trastocados, flotando ingrávidos, columpiados por un azar algo malévolo, desnutridos y casi llorando -las lágrimas salen cuando menos las esperamos y con cuentagotas, pero los ojos no recuperan nunca su alegría-, nos miramos al espejo esperando que nadie note como resbala por nuestra cara la pintura, como se cae a trozos la máscara de cordura.
Nos preguntamos cuánto más tiempo aguantaremos de este modo pero erramos el tiro. Si por aguante fuera, siglos enteros pasarían sin cambiarnos. Preguntémonos, entonces, por qué lo hacemos. Por qué lo soportamos.
Ya no tengo miedo, digo. Pase lo que pase, suceda lo que suceda, todo estará bien. No tengas miedo, digo.
La honestidad funciona en doble sentido. No puedo contarte cómo me siento si no me cuento cómo me siento. Lo hago y los temblores desaparecen. Me imagino en cualquier otra parte, me veo haciendo cualquier otra cosa, me suelto. Destierro la miserable auto-complacencia y la complaciente auto-conmiseración. Me relajo. Lo doy todo por perdido. Me da igual.
Y entonces, mar en calma. Dentro de mí, a mi alrededor. Nada puede turbarme. Pero todo sale bien. No sé por qué coño, pero funciona.
Nos cercamos con esa coraza indestructible para que nadie nos toque.
Roza nuestra piel pero no la atravesarás nunca. Jamás.
Giramos la llave en la cerradura para posteriormente tragárnosla. Por mucho que duela. Por muy incómoda que resulte cayendo por la garganta.
Lo cubrimos todo con maquillaje. Los miedos, la coraza, la piel, la cerradura, nosotros, la garganta. Y tratamos de alzar los ojos para vencer el insuperable peso de los párpados que, como telón de una obra de teatro terminada, busca cerrarse.
Pero en vano. Exangües; quien nos mira no nos ve. Quien no nos mira, nos ve inermes. Abandonados. Nos abandonamos, nos dejamos abandonar.
Pensamos en los problemas. Les damos vueltas sin girarlos, sin aprehenderlos. Los percibimos en nosotros o en los demás. Quizá en nosotros y en los demás. Pero pocas veces en su sitio, en medio. En esas conexiones infinitas que establecemos con el mundo, en las marañas interrelacionales que entretejemos. Entre los cuerpos.
El amor es siempre nuevo. Familiar pero desconocido. Musicalmente irrepetible.
Pero uno aprende. No mientas, no ocultes. Ábrete. El amor requiere esfuerzo pero surge solo. Espontáneo y visceral, como tirones de pelo, como mordiscos en la piel del cuello, como la carne y el sudor y los jadeos.
Como pasar noches llorando. Como orgasmos con ojos enrojecidos.
La magia funciona. Creedme, lo he visto y comprobado. La tengo en mis manos. Pero depende tanto del ánimo, depende tanto del espíritu, que cuando todo pierde sentido nos desahogamos contra ella.
Nos reprochamos cualquier instante de debilidad, de credulidad.
¿Cómo pude creer que tendría poder sobre los acontecimientos? ¿Que mi vida sería como yo la dibujase? ¿Que los deseos pueden cumplirse y los sueños hacerse realidad? ¡Pobre idiota, siempre fantaseando!
Olvidamos que solía funcionar. Y así nos maltratamos, empalidecemos deprimidos y decepcionados, trastocados, flotando ingrávidos, columpiados por un azar algo malévolo, desnutridos y casi llorando -las lágrimas salen cuando menos las esperamos y con cuentagotas, pero los ojos no recuperan nunca su alegría-, nos miramos al espejo esperando que nadie note como resbala por nuestra cara la pintura, como se cae a trozos la máscara de cordura.
Nos preguntamos cuánto más tiempo aguantaremos de este modo pero erramos el tiro. Si por aguante fuera, siglos enteros pasarían sin cambiarnos. Preguntémonos, entonces, por qué lo hacemos. Por qué lo soportamos.
Ya no tengo miedo, digo. Pase lo que pase, suceda lo que suceda, todo estará bien. No tengas miedo, digo.
La honestidad funciona en doble sentido. No puedo contarte cómo me siento si no me cuento cómo me siento. Lo hago y los temblores desaparecen. Me imagino en cualquier otra parte, me veo haciendo cualquier otra cosa, me suelto. Destierro la miserable auto-complacencia y la complaciente auto-conmiseración. Me relajo. Lo doy todo por perdido. Me da igual.
Y entonces, mar en calma. Dentro de mí, a mi alrededor. Nada puede turbarme. Pero todo sale bien. No sé por qué coño, pero funciona.
Cuando nada puede salir mal, nada sale mal.
11.4.11
"Todo en su sitio"
a Lotta:
Cuando se encuentran el hombre irresponsable y la compleja e inefable belleza de lo espontáneo y accidental, como la de la naturaleza -encarnada quizá en una mariposa o una flor-, lo primero que se le ocurre al hombre en su fascinación e impotencia -pues nada tiene que ver con la creación de esta manifestación de la misma vida-, es atraparla. Corta la flor o atrapa a la mariposa, con objeto de llevársela consigo, separándola del contexto en que la encontró -olvidando que esta ruptura entre individuo y entorno se da tan sólo en su mente de animal trastornado-; y al ver esta flor marchitarse, tras comprobar que la mariposa no vuela, o directamente fallece, se desespera, incrédulo, preguntándose qué hizo mal.
Yo, que he arrancado flores de su tierra, que he visto a mariposas perder parte de sus capacidades por mi culpa, te miro y me juro a mí mismo que nunca jamás voy a tratar de poseerte, de acapararte; eso me asusta más que cualquier otra catástrofe, de la que al menos no tendría responsabilidad ninguna.
Me quedo cerca, miro a la flor en la tierra, observo a la mariposa volar, la sigo por el mundo, con todo el cuidado y la delicadeza de la que dispongo, y me conformo con no asustarla, con ganarme su confianza, con causarle la suficiente simpatía como para que me eche de menos si un día mira atrás y no me encuentra, o si viaja más rápido de lo que yo pudiera seguirla, o si florece en alguna parte a la que no tengo acceso.
Y ya que ni nuestra flor, ni tampoco nuestra mariposa, tiene ninguna obligación para con nosotros, esperemos al menos no llegar a cansarla nunca.
Cuando se encuentran el hombre irresponsable y la compleja e inefable belleza de lo espontáneo y accidental, como la de la naturaleza -encarnada quizá en una mariposa o una flor-, lo primero que se le ocurre al hombre en su fascinación e impotencia -pues nada tiene que ver con la creación de esta manifestación de la misma vida-, es atraparla. Corta la flor o atrapa a la mariposa, con objeto de llevársela consigo, separándola del contexto en que la encontró -olvidando que esta ruptura entre individuo y entorno se da tan sólo en su mente de animal trastornado-; y al ver esta flor marchitarse, tras comprobar que la mariposa no vuela, o directamente fallece, se desespera, incrédulo, preguntándose qué hizo mal.
Yo, que he arrancado flores de su tierra, que he visto a mariposas perder parte de sus capacidades por mi culpa, te miro y me juro a mí mismo que nunca jamás voy a tratar de poseerte, de acapararte; eso me asusta más que cualquier otra catástrofe, de la que al menos no tendría responsabilidad ninguna.
Me quedo cerca, miro a la flor en la tierra, observo a la mariposa volar, la sigo por el mundo, con todo el cuidado y la delicadeza de la que dispongo, y me conformo con no asustarla, con ganarme su confianza, con causarle la suficiente simpatía como para que me eche de menos si un día mira atrás y no me encuentra, o si viaja más rápido de lo que yo pudiera seguirla, o si florece en alguna parte a la que no tengo acceso.
Y ya que ni nuestra flor, ni tampoco nuestra mariposa, tiene ninguna obligación para con nosotros, esperemos al menos no llegar a cansarla nunca.
La gente que arde
En el camino, Jack Kerouac. Editorial Anagrama, 1989-1997.
Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!». ¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe?
5.4.11
Devoción por lo Auténtico [III]
Las vísceras del Juez
La razón instrumental pertenece a los adultos. No necesitaba que nada tuviera una función específica y, en cualquier caso, podía inventármela. El valor de cambio pertenece a los adultos. Las cosas valían lo que yo quería que valiesen, ni más ni menos. El océano y una piscina podían intercambiarse, según el momento.
El deseo sexual pertenece a los adultos: yo no quería acostarme con nadie, me enamoraba.
No me parece difícil hacerme a la idea de que todo acaba. De que nada dura para siempre. De que sólo el cambio permanece constante. Lo he oído muchas veces. Aprende lo máximo de las personas y de cada relación que mantengas. No te aferres a nada. Ya. No se necesita una carrera para comprender esta idea. Nos deslizamos por la vida sin pena ni gloria y permanecemos en paz con nosotros mismos. Lo difícil está en obviarlo. En elegir la eternidad. Mañana podríamos estar muertos pero nadie me robará este horizonte. Este beso. Esta mirada. La adrenalina, la victoria, la fuga, el encuentro.
No puedo rodearme de escépticos si quiero mantener las ganas de vivir. Eso que otros llaman madurez me aburre. Asumir que todo da igual. Que todo vale lo mismo. Que la gente viene y va. Acontecimientos, oportunidades, llámalo como quieras. Me hace sentir menos que nada. No quiero soltarme. Ni progresar. No me interesa el vacío. No busco aprender, aunque lo haga por accidente. No me importa crecer ni mejorar. Persigo mis obsesiones mientras dura la existencia. He visto mis expectativas cayendo en picado. He vivido los milagros. He llorado y he reído y me he convertido a veces en la persona más decepcionada de la Tierra.
Pero no importa. Porque no puedo rendirme. De tanto andar sin rumbo olvidé el camino a casa.
La razón instrumental pertenece a los adultos. No necesitaba que nada tuviera una función específica y, en cualquier caso, podía inventármela. El valor de cambio pertenece a los adultos. Las cosas valían lo que yo quería que valiesen, ni más ni menos. El océano y una piscina podían intercambiarse, según el momento.
El deseo sexual pertenece a los adultos: yo no quería acostarme con nadie, me enamoraba.
No me parece difícil hacerme a la idea de que todo acaba. De que nada dura para siempre. De que sólo el cambio permanece constante. Lo he oído muchas veces. Aprende lo máximo de las personas y de cada relación que mantengas. No te aferres a nada. Ya. No se necesita una carrera para comprender esta idea. Nos deslizamos por la vida sin pena ni gloria y permanecemos en paz con nosotros mismos. Lo difícil está en obviarlo. En elegir la eternidad. Mañana podríamos estar muertos pero nadie me robará este horizonte. Este beso. Esta mirada. La adrenalina, la victoria, la fuga, el encuentro.
No puedo rodearme de escépticos si quiero mantener las ganas de vivir. Eso que otros llaman madurez me aburre. Asumir que todo da igual. Que todo vale lo mismo. Que la gente viene y va. Acontecimientos, oportunidades, llámalo como quieras. Me hace sentir menos que nada. No quiero soltarme. Ni progresar. No me interesa el vacío. No busco aprender, aunque lo haga por accidente. No me importa crecer ni mejorar. Persigo mis obsesiones mientras dura la existencia. He visto mis expectativas cayendo en picado. He vivido los milagros. He llorado y he reído y me he convertido a veces en la persona más decepcionada de la Tierra.
Pero no importa. Porque no puedo rendirme. De tanto andar sin rumbo olvidé el camino a casa.
3.4.11
Recuerdos a la deriva III
* * * * * *
El universo no sabe por qué existe y esta idea, que tanto sufrimiento le causa, se abre camino.Se expresa a través de mí, de la sociedad y de la especie. Individual y colectivamente.
No sólo desde todas partes: hacia todas partes.
Eliminado todo vínculo con el futuro, perdemos el contacto con el presente.
Un pasado reciente caracterizado por la ruptura nos depara una vida confusa.
Mientras más te alejas de ti mismo más real te parece todo lo demás.
Veo al ojo que me mira e intuyo la mirada. No sé nada más.
Todo aquello que doy por imposible simplemente doy por imposible.
Siento vértigo al comprobar que todo encaja.
2.4.11
Devoción por lo Auténtico [II]
Las imprescindibles armas del Juez
Frente a la mentira que se nos impone, persigamos verdades.
Ante la frivolidad que nos rodea, profundicemos.
Contra el hedonismo que se nos predica, aceptemos el sufrimiento.
Frente a la auto-complacencia, ejerzamos auto-crítica.
Ante la pereza generalizada, impliquémonos.
Contra la vanidad, relativicémonos.
Frente al descreimiento, alcemos contravalores.
Ante los demás y nosotros mismos, evitemos las excusas.
Contra el vacío moral, sigamos códigos propios.
Frente a la prisa, tengamos paciencia.
Ante la decadencia, exijamos belleza.
Contra la fe, cinismo.
Y contra el escepticismo, magia.
Frente al hiper-racionalismo, los sentimientos.
Ante lo absurdo, actuemos con seriedad.
Contra los dogmas, sonriamos.
Ante la frivolidad que nos rodea, profundicemos.
Contra el hedonismo que se nos predica, aceptemos el sufrimiento.
Frente a la auto-complacencia, ejerzamos auto-crítica.
Ante la pereza generalizada, impliquémonos.
Contra la vanidad, relativicémonos.
Frente al descreimiento, alcemos contravalores.
Ante los demás y nosotros mismos, evitemos las excusas.
Contra el vacío moral, sigamos códigos propios.
Frente a la prisa, tengamos paciencia.
Ante la decadencia, exijamos belleza.
Contra la fe, cinismo.
Y contra el escepticismo, magia.
Frente al hiper-racionalismo, los sentimientos.
Ante lo absurdo, actuemos con seriedad.
Contra los dogmas, sonriamos.
¡Frente al futuro individual, presente colectivo!
¡Ante el aislamiento, asociaciones de egoístas!
¡Contra la religión, auto-deificación!
¡Ante el aislamiento, asociaciones de egoístas!
¡Contra la religión, auto-deificación!
Devoción por lo Auténtico [I]
El difícil y largo camino del Juez
Todos a lo largo de nuestra vida juzgamos. Juzgamos situaciones, acontecimientos. Juzgamos a otras personas. Juzgamos lo dicho y también lo hecho. Y, algunos más y otros menos, nos juzgamos a nosotros mismos. En nuestro interior todos llevamos un pequeño juez. Sin embargo, pareciera que dicho juez está irremediablemente abocado a la parcialidad. A interpretar la realidad de una manera completamente sesgada; vemos la paja en el ojo ajeno y justificamos de paso todo aquello que pensamos o llevamos a cabo. Lo que el refranero popular ilustraría con las célebres frases "haz lo que yo diga pero no lo que yo haga" o "donde dije digo ahora digo Diego". Nuestro juez suele, con excepciones, celebrar las decisiones que tomamos en detrimento de aquello que rechazamos y nos compara, positivamente, con los demás. Por regla general, nosotros llevamos razón y los otros se equivocan.
Y, montados en este barco que hace aguas por todas partes, nos dejamos llevar en el inmenso océano de la vida, haciendo de la inconsciencia una virtud y de la hipocresía una bandera. Pero, ¿y cómo evitarlo?
Existen, efectivamente, numerosas limitaciones de toda índole que nos impiden analizar con verdadera objetividad los hechos, las personas y las circunstancias, muchas de las cuales aparentemente no podemos desprendernos. Como presos de una maldición, tomar consciencia de ella no la hará desaparecer. Hay, sin embargo, un método que propongo: atreverse a desenmascarar cada una de estas limitaciones para descubrir de cuáles podemos prescindir y de cuáles no.
Por ejemplo, no hay manera de luchar contra el hecho de que cada individuo experimenta la realidad de un modo distinto, configurado no sólo de forma biológica, sino social, cultural y experiencial, lo que nos hace únicos e irrepetibles. Desde este punto de vista, alcanzar la verdad se nos hace imposible: vemos que no hay una sola verdad, sino muchísimas. Una por cada cabeza pensante, al menos.
Esto podría desanimarnos: habiendo una verdad por cada individuo, no existe ninguna común a todos. Pero no demos por sentado nada todavía. ¿Acaso, los que pensamos, estamos a salvo de la mentira? En la medida en que usamos nuestro juicio para justificarnos frente a los demás, nos incapacitamos para hallar no sólo la verdad, sino nuestra verdad. A modo de orejeras, como el jinete con el caballo, nos inducimos a seguir siempre hacia delante, sin duda posible. Recurriendo al auto-engaño, nos convertimos en víctimas de nuestra propia auto-complacencia: preferimos echar balones fuera a enfrentar nuestras propias contradicciones.
¿Qué clase de jueces estamos fomentando de este modo? ¿A qué puede conducirnos este camino?
Una respuesta rápida que anule todo conato de disonancia cognitiva, y evite la molestia de confrontarnos con la incoherencia, tal vez nos deje satisfechos pero no nos beneficiará en absoluto.
Si alguien nos causara un inmediato rechazo, siguiendo la idea de que aquello que odiamos puede encontrarse ante todo en nosotros mismos, debiéramos al menos preguntarnos: ¿en qué medida me comporto tal y como lo hace este individuo que tanto me molesta? ¿Qué parte hay de él o ella en mí? ¿Por qué rechazo estas actitudes? ¿De qué no me gustaría que me acusasen? ¿A quién no me gustaría parecerme? ¿Por qué?
Llegado el caso, no obstante, de que alguien nos cause algún tipo de perjuicio directo o indirecto y ante la opción de ignorarlo y hacer como si nada, recomiendo valorar la importancia de esta persona en nuestras vidas. Si se trata de alguien relevante, como un familiar o un amigo, ¿no deberíamos comentarle cómo nos sentimos? ¿No habríamos de sincerarnos y tratar de hacer ver por qué lo que ha pasado nos duele o molesta? ¿Acaso dudamos de nuestra capacidad para intervenir en la realidad y modificarla? ¿Acaso nos basta con alejarnos de esta persona a quien, quizá, nadie ha explicado jamás lo desagradable de su comportamiento? Nadie puede negarnos lo cómodo que se está cuando uno simplemente pasa de todo lo que le cause esfuerzo, ¡pero no llamaría yo a esto vivir sino vegetar!
Si alguien me traiciona, y yo no me quejo, estoy acostumbrando a esta persona a traicionar a otras. Con mi aquiescencia, le permito creer que puede actuar de esta manera sin esperar represalias de ningún tipo por lo que, probablemente, siga haciéndolo durante su vida. Del mismo modo, si yo traiciono conscientemente a alguien, me hago a mí mismo indigno de toda confianza por parte de los demás, quiera yo admitirlo o no.
Si alguien me invita a algún evento y rápidamente me excuso para no sólo no asistir sino además evitar tener que decir por qué no me interesa acudir, ¿qué estoy diciendo de mí? Y si quien nos invita se considera, además, amigo nuestro, ¿por qué no sencillamente decir la verdad? Si no nos gusta, si no nos apetece, si no queremos participar en algo, ¿qué nos cuesta expresarlo? ¿Tan fácil nos resulta mentir? ¿Tan jodida la honestidad?
Todos tenemos la responsabilidad de dejar de representar el mundo que detestamos y comenzar a fomentar a nuestro alrededor el mundo en que nos gustaría vivir. ¿Cómo podemos calificar de indeseable a nuestra sociedad y seguir reproduciendo, a pequeña escala, los mismos comportamientos que criticamos en los demás? ¿Acaso dejan de parecernos perniciosos cuando los llevamos a cabo personalmente?
Quien nos critica con fundamento nos hace un favor: si no está en lo cierto siempre podremos refutar sus argumentos y si, por el contrario, da en el clavo, nos ofrece la posibilidad de admitir nuestros errores y mejorar en pos de acercarnos un poco más a aquello que nos gustaría ver a nuestro alrededor, a aquello que valoramos en otras personas, a nuestros ideales.
Como expresa Herman Hesse en su obra Demian, sólo hay un deber y un destino: que cada cual llegue a ser completamente él mismo, que viva entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él o ella activa que el destino incierto le encontrase preparado para todo, trajera lo que trajera.
Porque, de hecho, además de un juez, todos llevamos dentro una esencia, un núcleo. De nosotros depende encontrarlo. Y no conociendo qué hay en nosotros de "natural" y qué de "artificial", ¿no podríamos pensar que hacer lo que nos venga en gana, lo que nos apetece en cada momento, irreflexivamente, podría oponerse tanto a nuestra voluntad como lo hacen las instituciones o los gobiernos? Quizá, de hecho, sea de esta forma como mejor nos cohiben y nos reprimen, atacándonos desde dentro, diciéndonos cómo tenemos que sentirnos, convenciéndonos de cómo debemos solucionar nuestros problemas.
Cuando la propaganda de nuestra sociedad dice A, la mayor parte de la población repite A y casi toda la minoría disidente se limita a cacarear B. Depende más de si me identifico o no con la gente que me rodea, que de qué opción considero mejor realmente. Todo tiene más sentido cuando hay un grupo detrás para darme la razón y apoyar mi decisión, sea cual sea ésta. Lo prohibido mola, me guste o no. El día en que ilegalicen beber gasolina a morro de la garrafa, allí me tendréis en el hospital con las tripas negras y burbujeantes.
¿Cuánto vamos a esperar para independizar nuestra conciencia? ¿Hasta cuándo vamos a permanecer girando en órbitas ajenas, que no nos corresponden, o directamente estancados e inmóviles? ¿Por qué diferenciar entre lo que queremos para nosotros y lo que queremos para quienes nos rodean?
Para llegar a Juez, antes de nada hemos de asumir la posibilidad de estar completamente equivocados en todo. El verdadero Juez da por hecho que en todo dilema dado, su primera aproximación al mismo parte de un punto de vista completamente sesgado.
Para llegar a Juez, estamos obligados a esforzarnos por cambiar aquello que nos desagrada de nuestra realidad cotidiana, empezando por nosotros mismos. El verdadero Juez sabe que la miseria no desaparece porque mire hacia otro lado.
Para llegar a Juez, exijámonos tanto a nosotros mismos como exigimos a los otros. El verdadero Juez no realiza separación ninguna: se juzga a la vez que juzga a todos los demás. Las fallas que vemos en el mundo reflejan las que nosotros mismos cometemos.
Todos a lo largo de nuestra vida juzgamos. Juzgamos situaciones, acontecimientos. Juzgamos a otras personas. Juzgamos lo dicho y también lo hecho. Y, algunos más y otros menos, nos juzgamos a nosotros mismos. En nuestro interior todos llevamos un pequeño juez. Sin embargo, pareciera que dicho juez está irremediablemente abocado a la parcialidad. A interpretar la realidad de una manera completamente sesgada; vemos la paja en el ojo ajeno y justificamos de paso todo aquello que pensamos o llevamos a cabo. Lo que el refranero popular ilustraría con las célebres frases "haz lo que yo diga pero no lo que yo haga" o "donde dije digo ahora digo Diego". Nuestro juez suele, con excepciones, celebrar las decisiones que tomamos en detrimento de aquello que rechazamos y nos compara, positivamente, con los demás. Por regla general, nosotros llevamos razón y los otros se equivocan.
Y, montados en este barco que hace aguas por todas partes, nos dejamos llevar en el inmenso océano de la vida, haciendo de la inconsciencia una virtud y de la hipocresía una bandera. Pero, ¿y cómo evitarlo?
Existen, efectivamente, numerosas limitaciones de toda índole que nos impiden analizar con verdadera objetividad los hechos, las personas y las circunstancias, muchas de las cuales aparentemente no podemos desprendernos. Como presos de una maldición, tomar consciencia de ella no la hará desaparecer. Hay, sin embargo, un método que propongo: atreverse a desenmascarar cada una de estas limitaciones para descubrir de cuáles podemos prescindir y de cuáles no.
Por ejemplo, no hay manera de luchar contra el hecho de que cada individuo experimenta la realidad de un modo distinto, configurado no sólo de forma biológica, sino social, cultural y experiencial, lo que nos hace únicos e irrepetibles. Desde este punto de vista, alcanzar la verdad se nos hace imposible: vemos que no hay una sola verdad, sino muchísimas. Una por cada cabeza pensante, al menos.
Esto podría desanimarnos: habiendo una verdad por cada individuo, no existe ninguna común a todos. Pero no demos por sentado nada todavía. ¿Acaso, los que pensamos, estamos a salvo de la mentira? En la medida en que usamos nuestro juicio para justificarnos frente a los demás, nos incapacitamos para hallar no sólo la verdad, sino nuestra verdad. A modo de orejeras, como el jinete con el caballo, nos inducimos a seguir siempre hacia delante, sin duda posible. Recurriendo al auto-engaño, nos convertimos en víctimas de nuestra propia auto-complacencia: preferimos echar balones fuera a enfrentar nuestras propias contradicciones.
¿Qué clase de jueces estamos fomentando de este modo? ¿A qué puede conducirnos este camino?
Una respuesta rápida que anule todo conato de disonancia cognitiva, y evite la molestia de confrontarnos con la incoherencia, tal vez nos deje satisfechos pero no nos beneficiará en absoluto.
Si alguien nos causara un inmediato rechazo, siguiendo la idea de que aquello que odiamos puede encontrarse ante todo en nosotros mismos, debiéramos al menos preguntarnos: ¿en qué medida me comporto tal y como lo hace este individuo que tanto me molesta? ¿Qué parte hay de él o ella en mí? ¿Por qué rechazo estas actitudes? ¿De qué no me gustaría que me acusasen? ¿A quién no me gustaría parecerme? ¿Por qué?
Llegado el caso, no obstante, de que alguien nos cause algún tipo de perjuicio directo o indirecto y ante la opción de ignorarlo y hacer como si nada, recomiendo valorar la importancia de esta persona en nuestras vidas. Si se trata de alguien relevante, como un familiar o un amigo, ¿no deberíamos comentarle cómo nos sentimos? ¿No habríamos de sincerarnos y tratar de hacer ver por qué lo que ha pasado nos duele o molesta? ¿Acaso dudamos de nuestra capacidad para intervenir en la realidad y modificarla? ¿Acaso nos basta con alejarnos de esta persona a quien, quizá, nadie ha explicado jamás lo desagradable de su comportamiento? Nadie puede negarnos lo cómodo que se está cuando uno simplemente pasa de todo lo que le cause esfuerzo, ¡pero no llamaría yo a esto vivir sino vegetar!
Si alguien me traiciona, y yo no me quejo, estoy acostumbrando a esta persona a traicionar a otras. Con mi aquiescencia, le permito creer que puede actuar de esta manera sin esperar represalias de ningún tipo por lo que, probablemente, siga haciéndolo durante su vida. Del mismo modo, si yo traiciono conscientemente a alguien, me hago a mí mismo indigno de toda confianza por parte de los demás, quiera yo admitirlo o no.
Si alguien me invita a algún evento y rápidamente me excuso para no sólo no asistir sino además evitar tener que decir por qué no me interesa acudir, ¿qué estoy diciendo de mí? Y si quien nos invita se considera, además, amigo nuestro, ¿por qué no sencillamente decir la verdad? Si no nos gusta, si no nos apetece, si no queremos participar en algo, ¿qué nos cuesta expresarlo? ¿Tan fácil nos resulta mentir? ¿Tan jodida la honestidad?
Todos tenemos la responsabilidad de dejar de representar el mundo que detestamos y comenzar a fomentar a nuestro alrededor el mundo en que nos gustaría vivir. ¿Cómo podemos calificar de indeseable a nuestra sociedad y seguir reproduciendo, a pequeña escala, los mismos comportamientos que criticamos en los demás? ¿Acaso dejan de parecernos perniciosos cuando los llevamos a cabo personalmente?
Quien nos critica con fundamento nos hace un favor: si no está en lo cierto siempre podremos refutar sus argumentos y si, por el contrario, da en el clavo, nos ofrece la posibilidad de admitir nuestros errores y mejorar en pos de acercarnos un poco más a aquello que nos gustaría ver a nuestro alrededor, a aquello que valoramos en otras personas, a nuestros ideales.
Como expresa Herman Hesse en su obra Demian, sólo hay un deber y un destino: que cada cual llegue a ser completamente él mismo, que viva entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él o ella activa que el destino incierto le encontrase preparado para todo, trajera lo que trajera.
Porque, de hecho, además de un juez, todos llevamos dentro una esencia, un núcleo. De nosotros depende encontrarlo. Y no conociendo qué hay en nosotros de "natural" y qué de "artificial", ¿no podríamos pensar que hacer lo que nos venga en gana, lo que nos apetece en cada momento, irreflexivamente, podría oponerse tanto a nuestra voluntad como lo hacen las instituciones o los gobiernos? Quizá, de hecho, sea de esta forma como mejor nos cohiben y nos reprimen, atacándonos desde dentro, diciéndonos cómo tenemos que sentirnos, convenciéndonos de cómo debemos solucionar nuestros problemas.
Cuando la propaganda de nuestra sociedad dice A, la mayor parte de la población repite A y casi toda la minoría disidente se limita a cacarear B. Depende más de si me identifico o no con la gente que me rodea, que de qué opción considero mejor realmente. Todo tiene más sentido cuando hay un grupo detrás para darme la razón y apoyar mi decisión, sea cual sea ésta. Lo prohibido mola, me guste o no. El día en que ilegalicen beber gasolina a morro de la garrafa, allí me tendréis en el hospital con las tripas negras y burbujeantes.
¿Cuánto vamos a esperar para independizar nuestra conciencia? ¿Hasta cuándo vamos a permanecer girando en órbitas ajenas, que no nos corresponden, o directamente estancados e inmóviles? ¿Por qué diferenciar entre lo que queremos para nosotros y lo que queremos para quienes nos rodean?
Para llegar a Juez, antes de nada hemos de asumir la posibilidad de estar completamente equivocados en todo. El verdadero Juez da por hecho que en todo dilema dado, su primera aproximación al mismo parte de un punto de vista completamente sesgado.
Para llegar a Juez, estamos obligados a esforzarnos por cambiar aquello que nos desagrada de nuestra realidad cotidiana, empezando por nosotros mismos. El verdadero Juez sabe que la miseria no desaparece porque mire hacia otro lado.
Para llegar a Juez, exijámonos tanto a nosotros mismos como exigimos a los otros. El verdadero Juez no realiza separación ninguna: se juzga a la vez que juzga a todos los demás. Las fallas que vemos en el mundo reflejan las que nosotros mismos cometemos.
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